miércoles, 19 de noviembre de 2014

El boicot, ¿en manos del consumidor?

Por Miguel Ángel García Vega. Publicado originalmente en  Ethic

Los consumidores han vuelto a las barricadas. Como en otros tiempos. Pero en estos días con la tecnología como estandarte. Diversas aplicaciones móviles para tabletas y smartphones permiten decidir qué comprar y sobre todo qué obviar. Porque su gran poder es la negación. Su capacidad de boicot. Lo han sentido empresas, productos e incluso países.
Los 51 días de guerra el pasado verano entre Israel y Palestina dejaron, además de más de 2.100 palestinos y 72 israelíes muertos, un enfrentamiento comercial. El movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones (DBS) llamó a dejar de comprar productos israelitas fuera del país. Y también tuvo su réplica. Daniel Cohen, un rabino de New Jersey, diseñó la aplicación Am Yisrael Buy, la cual permite identificar los artículos israelíes que se venden en Estados Unidos. Es una forma de comprar made in Israel. «Cuando me di cuenta de que había aplis que se utilizaban para boicotear los productos fabricados en mi país supe que tenía que actuar», explica. «Hay muchas organizaciones favorables a Israel. Usan aplicaciones y pensé que era la forma perfecta de enviar información ahí fuera».
Porque la presión en el otro lado del conflicto resulta poderosa. El año pasado, las reacciones adversas a la ocupación israelí provocaron que se bloqueara en Europa la inauguración de tiendas de la casa de cosmética Ahava y la firma de seguridad privada G4S vio cómo algunos países cancelaban pedidos. «Israel se está sintiendo especialmente vulnerable por el efecto del DBS, un movimiento no violento aferrado al derecho internacional», declaraba el palestino Omar Barghouti, uno de  los fundadores de la iniciativa boicoteo y sanciones, a la agencia EFE.
Este relato evidencia el poder geoeconómico del consumidor y cómo surgen herramientas que fomentan la desconfianza o el sentido crítico. «Incluso en Internet hay comparadores de comparadores. Un buen detalle que revela hacia dónde se dirige el futuro en las empresas y en la sociedad civil», describe Ángel David López, socio responsable de Industria de la consultora Everis. El augurio del cambio.
«Estamos entrando en un tiempo nuevo en el mundo de los negocios. Lo llamamos: La era del consumidor», observa Thomas Husson, analista principal de la consultora inglesa Forrester. «Las redes sociales, el teléfono móvil y las nuevas tecnologías le han dado la fuerza necesaria para transformar radicalmente cualquier negocio». Nada será igual porque las personas, apoyadas por lo tecnológico, se han convertido en un instrumento que señala con el dedo aquellos comportamientos, empresas y artículos que no les gustan.

Bajo este argumento se entiende el poder que atesora una sencilla apli que lee los códigos de barra de un producto y revela su origen. Los multimillonarios estadounidenses Charles y David Koch, dueños de Koch Industries, han sentido en sus carnes esa nueva influencia; la fortaleza de un lobby digital que se reúne entorno a la pantalla de un smartphone. En mayo de 2013 se lanzó Buycott. Una aplicación que permitía escanear el código de barras de un producto y saber en tiempo real de qué empresa procede y sí tenía relación con los hermanos Koch, los dos principales (y controvertidos) donantes del partido republicano. «Por primera vez se pudo decidir la compra por razones ideológicas», sostiene el consultor político Antoni Gutiérrez-Rubí. «Por primera era posible premiar o castigar a una empresa de una manera sencilla a través de un simple gesto y desde el propio bolsillo: con el móvil y con el dinero».
Los consumidores han quitado la coraza a las compañías y a partir de estasaplis corporaciones como Monsanto, y sus controvertidas semillas modificadas genéticamente, han sentido este arrinconamiento. Pese a todo, se defienden de su mala imagen. «Los desarrollos de estas simientes modificadas no corresponden solo a la industria privada sino también a la investigación pública, donde multitud de centros estatales de todo el mundo, incluido España, llevan trabajando durante años», apunta Carlos Vicente Alberto, responsable de Sostenibilidad en Europa y Oriente Medio de Monsanto, quien da varias cifras para rebajar esa presión. «En 2012, la superficie de cultivo genéticamente modificada aumentó cien veces frente a 1996, cuando se cultivaron 1,7 millones de hectáreas». Algo que según Henk Hobbelink, coordinador de la ONG Grain, «es causa de temor, ya que compromete el futuro de la alimentación mundial». Y advierte: «No queremos ese tipo de cultivos, ni ese tipo de alimentación ni, desde luego, esa clase de corporaciones».
Lejos de controversias, la irrupción de este mundo de las aplicaciones está obligando a muchas empresas a explicar más que nunca su comportamiento. Convertidos estos programas informáticos en una especie de guardianes entre el centeno, un consumidor ‘semiprofesional’ —como lo denomina la consultora de mercado Nielsen— se abre paso. «Es alguien que busca información sobre el producto pero no se conforma; sabe lo que quiere», relata Alfonso Delgado, director de Nuevos Desarrollos de Negocio de Nielsen. Una situación que unida a las nuevas tecnologías cambia el álgebra del comercio. «La generalización del acceso a Internet compensa en parte la asimetría en la información y, por tanto, el poder que tiene el vendedor sobre el comprador», incide José Luis Blasco, socio responsable de Gobierno, Riesgo y Cumplimiento de KPMG.
Ese elemento democratizador es quizá la gran virtud que enlaza Internet y el consumo. Sin olvidar, desde luego, su crecimiento maltusiano. En España, acorde con Nielsen, la penetración de la Red ya alcanza al 84% de los hogares y en el caso de los smartphones llega al 54%. Esta vieja piel de toro es el país europeo que más utiliza estos dispositivos. ¿Cómo no va a trasladar mayor poder a los consumidores? ¿Cómo no va alterar el statu quo entre cliente y enseña? «La relación entre consumidor y marcas ha cambiado, ahora es líquida (las enseñas no pueden controlar por dónde fluye, qué canal, en qué momento y qué contenido), non-stop (consultamos, compramos y opinamos en todo momento), social, móvil y además multicanal (queremos informarnos y comprar por cualquier canal)», reflexiona José Luis Sancho, managing director de Accenture Digital.
Desde luego, como en todas las actividades económicas, hay escépticos. «De un lado», matiza el tecnólogo Enrique Dans, «están quienes aseguran que el consumidor nunca había tenido tanto poder y de otro quienes piensan, por ejemplo, que Twitter es una tormenta que durará solo tres días». Algo que va contra la realidad de los tiempos. Porque según datos de la famosa red social, que cita Manuel Rodríguez Contra, experto en consumo de PricewaterhouseCoopers (PwC), el 67% de sus usuarios sigue a alguna marca. Lo que no está claro es el peso de esos mensajes. «Todavía creemos más en los medios convencionales que en las redes, que son las que suelen empezar el lío», critica Xavier Oliver, profesor del IESE. Pero mientras se dilucida si son galgos o podencos, el mundo continúa girando alrededor de sus propios himnos y algunas tendencias cuajan como la nieve en diciembre.
Con más poder en las manos, los consumidores escogen lo verde y lo ecológico. Fuera de España ganan peso, por ejemplo, propuestas en restauración en las que solo se sirve lo que se cultiva en el jardín del restaurante o platos de sushi con códigos QR comestibles que especifican el origen del pescado, la fecha de la captura y la calidad del agua. A partir de manejar más información, se impone una tendencia que lleva a saltarse a los intermediarios e ir directo a los artículos y los productores. Un buen caso es Good Eggs (www.goodeggs.com). En esta plataforma se pueden comprar toda clase de productos ecológicos (verduras, huevos) y, además, aparece la fotografía del agricultor propietario de la huerta junto a sus datos. «Algo impensable en el mundooff-line», remacha José Luis Sancho, de Accenture Digital.
Sin embargo, por sorpresa, en este universo de lo verde, ha irrumpido un aliado inesperado: la marca blanca. En el Reino Unido las grandes superficies se percataron de que el concepto sostenibilidad era percibido positivamente por el cliente y por tanto podía utilizarse para competir con artículos ‘caros’. También se dieron cuenta de dos fallos. Que tenían un precio superior a los productos ‘normales’ y que a veces sus cualidades organolépticas dejaban bastante que desear. Desde entonces, esta marca del distribuidor busca encontrar su particular cuadratura del círculo. ¿Cómo? Estos grandes espacios «se esfuerzan en vender un producto idéntico (es el espíritu de la enseña blanca), sostenible y a un precio asequible, y para esto último se valen de su gran poder de compra», desgrana José Luis Blasco, de KPMG.
Porque hay una ecuación que lleva a un mismo resultado: mayor poder de decisión en las manos del consumidor supone más inclinación hacia lo sostenible y lo ecológico. «El surgimiento de este mundo online y global donde las barreras de entrada a cualquier negocio son cada vez menores hace que se beneficie ese espacio verde», resalta Pablo González, socio de consultoría de EY. Siempre, claro, que se sigan algunas reglas. «El consumo debe ser creíble y estar bien explicado y la propuesta de valor y precio ha de ser ajustada para alcanzar un público masivo», recomienda Javier Rovira, profesor de Marketing de ESIC.
Aunque con precaución, alguien podría escribir un pequeño trabalenguas:«lo verde vende bien». En este trampantojo el compromiso social es una derivada irrenunciable de este consumidor que aumenta su cuota de poder. El gigante cafetero Starbucks ha sido en los últimos meses el pim-pam-pum de infinidad de organizaciones internacionales y activistas. Se ha puesto en duda lo que pagan a los agricultores por sus cosechas de café y  sus condiciones de trabajo. Al tiempo ha diseñado una estructura (legalmente posible y moralmente reprochable) para eludir el pago de impuestos corporativos. Abrumado por la presión, la firma cafetera se ha comprometido a revisar esa elusión fiscal. La OCDE quiere que paguen impuestos allí donde los generen. Nada de facturar cientos de millones de euros en, por ejemplo, España y declararlos en Irlanda (que se acaba de comprometer a ir eliminando su paraíso fiscal de aquí a 2020) para beneficiarse de un impuesto de sociedades del 12,5% en vez del 30% como ocurre en nuestro país. Idéntico sendero están recorriendo Google, Amazon y Apple. Aunque, por ahora, las buenas intenciones permanecen lejos de los hechos. ¿Por cuánto tiempo?
La historia reciente deja lecciones que pueden, muy bien, aplicarse a este caso. La apli Boycott SOPA (una de las primeras aplicaciones diseñadas como instrumento de boicot) creada por los estudiantes canadiensesChristopher Thompson y Chris Duranti consiguió en una sola semana 12.000 descargas como instrumento contra la ley antipiratería de Estados Unidos (SOPA). El programa identificaba, a través de donaciones a los congresistas, a las empresas que sí la apoyaban. De esta forma los usuarios podrían dejar de comprar sus productos. Ahora bien, ¿este activismo sería posible en España?
Coca-Cola ha visto caer sus ventas un 49% en Madrid como respuesta a los despidos en algunas de sus embotelladoras y el cava se ha resentido por la dinámica secesionista catalana. Dos casos. ¿Dónde está el límite? «El boicot, si es de David contra Goliat, es legítimo. Es una valiente batalla que se instala en el terreno de juego del mercado para hacer tambalear alguna cuenta de resultados», narra Gustavo Duch, coordinador de la revista Soberanía Alimentaria. «Pero el golpe preciso surge con el olvido, cuando ya no quieren ganar porque simplemente los davides y las davides ignoran a mercadonas, carrefoureso monsantos. Es el boicot en la mente. Porque lo que más temenmercadonas, carrefoures o monsantos es que descubramos que lejos de ellos se vive mejor». Les aterra el olvido.