jueves, 10 de enero de 2013

TODOS LOS AÑOS EL AÑO

Por Fidel Munnigh
Todos los años es el eterno retorno de lo mismo. Pasada la tregua navideña, nos sorprende la resaca de enero. Despertamos de un breve sueño a esta realidad agobiante. El poder de turno nos promete un futuro mejor. Volvemos a enfrentar los retos del diario vivir, a cargar el pesado fardo de nuestras preocupaciones cotidianas. Para la gran mayoría de la gente, de lo que se trata es de sobrevivir. Mientras, nuestra existencia se diluye en pequeños actos banales. Porque todos los años son siempre el mismo año, infinitamente vacío, intrascendente y vulgar.


               Una vez al año el poder nos concede un leve respiro, una tregua festiva tan sólo para volver a oprimirnos y a engañarnos con la ilusión de democracia y prosperidad. Después, la vida cotidiana retoma su curso y vuelve a llenarse de monotonía y de absurdo.

               No quiero incurrir aquí en el lugar común filosófico de que las Navidades han perdido su sentido originario. Desde que tengo uso de razón siempre han sido lo que hoy son: una fecha para comprar muchas cosas y para el jolgorio colectivo. Basta tener la suerte de salir alguna vez del país y pasar las fiestas en cualquier otro lugar para comprobar que en todas partes es lo mismo.

               Es cierto: las fiestas se han desacralizado. La sociedad de consumo las ha vaciado de significado, pues ella es la absoluta falta de sentido a fuerza de darle un falso sentido a todo. Entonces todo se vacía de sentido, también nuestros actos y gestos.

Pocas cosas me resultan tan falsas y artificiales como el saludo de año nuevo. Cargado del peso de la costumbre, es ya un abrazo despojado de calor y de sinceridad. Esa noche, gente que jamás has visto o que apenas te conoce, se acerca para felicitarte y darte un abrazo dictado más por el uso que por la alegría de compartir.

Me ha tocado vivirlo, dentro y fuera de la isla. En Praga, en la plaza de la Ciudad Vieja, la multitud se congregaba para esperar el nuevo año. Borrachos alemanes y tímidos checos, los mismos que en todo el año apenas reparaban en ti y no eran capaces de dirigirte la palabra, de pronto, como impulsados por un ánimo irrefrenable, te abrazaban efusivamente y te deseaban un feliz año.  En el puente de Colonia, los alemanes bebían champaña y tiraban las botellas vacías al suelo, y luego se abrazaban unos a otros en un amplio gesto de “fraternidad”.  La felicitación de año nuevo es ya algo anónimo, rutinario y convencional.

               Nietzsche dice en uno de sus aforismos que de lo que se trata es de saber qué se quiere y que se quiere. Habría que empezar cada año con una meditación acerca de lo que somos y no somos y de lo que queremos y no queremos ser. Los dominicanos hemos venido perdiendo muchos valores. Me temo que una de esas pérdidas sea la capacidad de reflexión y diálogo, si es que alguna vez la tuvimos. Somos cualquier cosa menos seres sensatos y reflexivos. No aprendemos de los errores. No conversamos: gritamos, y quien más alto grita piensa que tiene la razón. Gritamos, en lugar de mejorar nuestros argumentos. No escuchamos al otro. Hemos convertido la conversación amena en un aburrido monólogo. Cuando dos personas hablan, hacen como que se escuchan entre sí, pero cada una habla de sí y para sí. Nuestro interlocutor no es un sujeto sino un recipiente de nuestras infinitas vanidades. Hemos olvidado decir gracias y pedir disculpas. Nos hemos vuelto groseros, maleducados y agresivos hasta lo insoportable. Nuestra ignorancia es tan atrevida como insufrible. Creemos que lo sabemos todo y no sabemos absolutamente nada. Somos seres exaltados, rabiosos, soberbios. Tenemos un consuelo: sin duda no somos mejores que ayer, pero tampoco peores que mañana.
              
               Nacemos, vivimos y morimos desordenadamente. Hemos erigido el desorden institucional en norma de conducta, en forma de vida. A algunos no nos gusta para nada ese estado de cosas, pero nos vamos acostumbrando a él. Nuestras instituciones no funcionan porque prácticamente no existen, y un Estado moderno no puede funcionar sin instituciones.  De un lado, hay como un regodeo, una complacencia en el caos; del otro, un deseo vago -más que una firme voluntad- de orden (así sea de un mínimo de orden) que haga posible la vida civilizada.

               Quizá no haya mejor imagen del caos que la que nos ofrece el tránsito vehicular en Santo Domingo: es el caos perfecto, inmejorable. Luego el ruido, un ruido endiablado que un día de estos nos dejará sordos a todos.

                “La isla está llena de sonidos”, escribe Shakespeare en su comedia “La Tempestad”. La isla está llena de ruidos, tendríamos que decir, de ruidos ensordecedores, de vulgar vocinglería, de estrépito de bocinas al mediodía, de músicas estruendosas. Somos un pueblo bullanguero, que ama la música y el baile. Pronto seremos un pueblo escandaloso y chillón, que grita en vez de hablar y prefiere el ruido al sonido y la música suaves.  Por todas partes impera un ruido furioso, un ruidoso furor, pero no el de aquel idiota que monologa mientras relata en su mente la decadencia de su familia, sino el de un perfecto normal que ya no es capaz de dialogar. Lo peor de todo es la incertidumbre: aún no sabemos quiénes somos, ni hacia dónde vamos.

               Si no somos mejores no es porque no podamos, sino porque no queremos. Nos falta ese querer-ser y ese querer-hacer. Los muchos males que nos aquejan no son nada comparados con nuestra desidia, nuestra falta de voluntad para mejorar las cosas. No nos decidimos a entrar definitivamente en la modernidad, asumiendo todo lo que ello arrastra consigo, ni tampoco nos atrevemos a transformar el país en una sociedad verdaderamente justa y democrática que no sea mera fachada para extranjeros.  Muchos de nuestros escollos resultan de esa falta de audacia y resolución, pero quizá el mayor de todos los estorbos sea que aún no nos resolvemos a aclarar quiénes somos ni hacia dónde vamos.  Mientras no lo hagamos, mientras eludamos plantearnos estas cuestiones esenciales, el fruto de nuestra indecisión seguirá siendo la incertidumbre, la confusión y el extravío. 

               Frente a todo esto, la risa es una salida momentánea y liberadora. Una de nuestras mayores virtudes es la inmensa capacidad de risa y de mofa. Nuestro humor ve el lado amable de una situación fastidiosa, intolerable. Una vez alguien me dijo: "En este país, amigo, lo único que está organizado es el desorden". Aún nos queda el humor, la ocurrencia ingeniosa, la "contra" rápida, la ironía. Aún somos un pueblo alegre y festivo, cálido, con mucho sentido del humor e imaginación desbordante. Por suerte aún nos sobra el humor y la risa, y eso acaso nos salva.

Todos los años es el eterno retorno de lo mismo. Pero entonces habría que hacer algo, urgente, para romper de algún modo ese ciclo de eterno retornar. Hoy más que nunca nos haría falta una auténtica revolución existencial, como Václav Havel llamaba al despertar de una responsabilidad humana más honda en el mundo, o acaso una revuelta gandhiana, profundamente moral, como proponía Ernesto Sábato. Sólo volviendo a reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia podremos recuperar valores perdidos o descubrir nuevos. Sólo asumiendo el presente, viviendo una filosofía de momentos únicos, podremos detener la marcha del absurdo en nuestras vidas. Porque, después de todo, es una suerte que mañana sea otro día y que de nuevo podamos abrazar otra frágil ilusión de sentido.


Fidel Munnigh es filósofo y profesor adjunto de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

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