miércoles, 16 de enero de 2013

Los límites morales de los mercados

Por Michael J. Sandel.   Publicado en Project Syndicate.



TOKIO – Actualmente, son contadas las cosas que el dinero no puede comprar.

Si fue sentenciado a purgar una condena en una cárcel de Santa Barbara, California y no le gustan las instalaciones, puede elegir una celda de mejor calidad  con un costo de aproximadamente 90 dólares por noche.

Si desea ayudar a evitar el hecho trágico de que todos los años nacen miles de bebés de madres adictas a las drogas, puede contribuir con una asociación de caridad que use un mecanismo del mercado para mejorar el problema: ofrecer una ayuda de 300 dólares a una mujer adicta a las drogas que quiera esterilizarse.

O, si desea ir a una audiencia del Congreso estadounidense pero no quiere esperar horas haciendo la fila puede pedir los servicios de una compañía que la hace por usted. La compañía contrata a vagabundos y otras personas que necesitan trabajo para hacer fila –toda la noche si es necesario. Justo antes de que la audiencia comience, el cliente que contrató los servicios puede tomar su lugar en la fila, entrar y pedir un asiento que esté justo al frente de la sala de audiencias.

¿Hay algo de malo en la compra y venta de este tipo de cosas? Algunos dirían que no; las personas deberían ser libres de gastar su dinero en lo que sea que esté a la venta. Otros piensan que hay algunas cosas que el dinero no debería comprar. Pero, ¿por qué? ¿Qué hay exactamente de malo en comprar una celda de mejor calidad para aquellos que pueden pagarlo, u ofrecer dinero a mujeres que quieran esterilizarse, o contratar personas para que hagan la fila por nosotros?

Para responder a este tipo de preguntas tenemos que plantear otra más importante: ¿Qué papel deberían tener el dinero y los mercados en una buena sociedad?

Plantear esta pregunta y debatirla políticamente es más importante que nunca. En las tres últimas décadas se ha producido una revolución silenciosa, pues los mercados y el pensamiento orientado al mercado han alcanzado ámbitos de la vida que antes se gobernaban por valores ajenos al mercado: la vida familiar y las relaciones personales; la salud y la educación; la protección al medio ambiente y la justicia penal; la seguridad nacional y la vida cívica.

Casi sin darnos cuenta hemos pasado de tener economías de mercado a convertirnos en sociedades de mercado. La diferencia: una economía de mercado es una herramienta –una valiosa y efectiva– para organizar la actividad productiva. En contraste, una sociedad de mercado es una en la que casi todo está a la venta. Es un estilo de vida en el que los valores de mercado permean las relaciones sociales y rigen todos los ámbitos.

Este patrón debería inquietarnos por dos razones. Primero, a medida que el dinero adquiere más relevancia en nuestras sociedades, la prosperidad –y su ausencia– importa más. Si las principales ventajas de la riqueza fueran la posibilidad de comprar yates y vacaciones elegantes, la desigualdad sería menos importante que ahora. No obstante, como el dinero rige el acceso a la educación, los servicios de salud, la influencia política y los vecindarios seguros, la vida se hace más difícil para aquellos que tienen pocos recursos. La mercantilización de todo hace que la desigualdad se sienta más.

La segunda razón para evitar poner un precio a todas las actividades humanas es que ello puede ser corruptor. La prostitución es un ejemplo clásico. Algunos están en contra con el argumento de que típicamente explota a los pobres, para quienes la opción de vender sus cuerpos puede ser realmente involuntaria. Sin embargo, otros se oponen porque sostienen que reducir el sexo a una mera mercancía es inherentemente degradante y objetualizante.

La idea de que las relaciones de mercado pueden corromper bienes más elevados no se limita a temas como el sexo y el cuerpo. También aplica a los bienes cívicos y prácticas. Consideremos votar. No permitimos el libre mercado en las votaciones, aunque ese mercado sería discutiblemente “eficiente”, en el sentido economista del término. Muchas personas no usan sus votos, entonces, ¿por qué dejar que se desperdicien? ¿Por qué no se permite que aquellos que no les interesa mucho el resultado de unas elecciones vendan su voto a quienes sí les importa? Las dos partes en la transacción ganarían.

El mejor argumento contra la intervención del mercado en las votaciones es que el voto no es un objeto de propiedad privada, sino una responsabilidad pública. Tratar el voto como un instrumento de lucro sería degradarlo, corromper su significado como una expresión del deber cívico.

Pero, si la intervención del mercado en las votaciones es objetable porque corrompe la democracia, ¿qué hay con los sistemas de financiamiento de campañas (incluido el que actualmente tiene lugar en los Estados Unidos) que ofrece a los patrocinadores ricos una voz desproporcionada en las elecciones? La razón para rechazar la intervención del mercado en las votaciones –preservar la integridad de la democracia– puede ser una razón también para permitir las contribuciones financieras solamente a los candidatos políticos.

Por supuesto, a menudo no nos ponemos de acuerdo en determinar lo qué es “corromper” o “degradar”. Para determinar si la prostitución humana es degradante tenemos que pensar primero cómo valorar adecuadamente la sexualidad humana. Para determinar si pagar por una celda de mejor calidad corrompe el significado de justicia penal tenemos que determinar los fines que debería tener el castigo penal. Para determinar si debemos permitir comprar y vender órganos humanos para trasplantes, o contratar mercenarios para pelear guerras, tenemos que analizar cuestiones sobre la dignidad humana y la responsabilidad civil.

Estas son cuestiones polémicas y a menudo tratamos de evadirlas en discursos públicos. Pero es un error. Nuestra renuencia a incluir en política temas moralmente cuestionados nos ha dejado sin las herramientas para debatir acerca de uno de los asuntos más importantes de nuestro tiempo: ¿Cuándo los mercados contribuyen al bien público? Y ¿Cuándo no?

Traducción de Kena Nequiz

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