domingo, 12 de junio de 2011

El miedo líquido según Zygmunt Bauman


GABRIEL JARABA


A diferencia de los miedos de viejo tipo, los contemporáneos tienden a ser imprecisos, móviles, elusivos, modificables, difíciles de identificar y situar con exactitud. Tenemos miedo sin saber de dónde viene nuestra ansiedad y cuáles son exactamente los peligros que lo provocan. Podemos afirmar que nuestros temores vagan en busca de las causas que queremos desesperadamente encontrar para poder estar a la altura de hacer algo al respecto o para exigir que se haga alguna cosa.

Las raíces más profundas del miedo contemporáneo –la gradual y, sin embargo, continua pérdida de la seguridad existencial y la fragilidad de la posición social-- pueden ser encaradas sólo con dificultad. Porque en un mundo que se globaliza velozmente, los agentes de la acción política no tienen suficiente poder para erradicarlo. Por esto, los miedos tienden a transferirse de las causas principales a los objetivos accidentales, sólamente relacionados a las razones de la ansiedad o bien totalmente desvinculados de ellas a descargarlos sobre objetivos próximos, visibles, a lo que está a mano, pues parecen más fáciles de gestionar.

Estas batallas de sustitución no harán que desaparezca nuestra ansiedad porque las verdaderas raíces del miedo permanecerán intactas, pero como compensación obtendrían un cierto consuelo: no parecer que nos cruzamos de brazos; así nos daría la impresión de que hemos hecho algo.

Iucci. No sólo crece el miedo a los `diferentes´. En nosotros, muy particularmente, son los extranjeros y los gitanos quienes canalizan este sentido de inseguridad general. Sin embargo, ¿cuál es el mecanismo que lleva a quien no puede pagar la hipoteca o no tiene una casa o la escuela para los chavales, la toma con estos sujetos débiles y no con las autoridades políticas y económicas que están para resolver tales problemas? Según usted, ¿cuales son los verdaderos miedos que hay detrás de esas dinámicas?

Bauman. El flujo de los emigrantes y, en particular, del que busca refugio ante las amenazas de persecución y humillación es profundamente impresionante para los nativos. Les recuerda, de manera penetrante, la fragilidad de la existencia humana, la debilidad que quisieran esconder y olvidar, pero que les atormenta durante la mayor parte del tiempo.

Esos emigrantes han dejado sus casas y se han alejado de lo que les era más querido y próximo, porque sus vidas estaban destruidas, desaparecido su trabajo, sus casas destruidas, devastadas, sufrieron razzias en las revueltas y tumultos; o bien fueron obligados a partir porque se les consideraba indeseables o incapaces de ganarse la vida en sus patrias. Ellos representan –de hecho, encarnan-- todo lo que temen los nativos y, específicamente, las tremendas y misteriosas `fuerzas globales´ que deciden las reglas de un juego en el que todos nosotros –migrantes y nativos de igual manera-- somos meras piezas.

Cuando rechazan a los emigrantes y les obligan a hacer las maletas y a volverse al sitio de donde vinieron, los nativos piensan, al menos simbólicamente, que hacen añicos aquellas fuerzas temibles y tremendas; creen que obtienen una especie de victoria simbólica en una guerra que saben que no podrán vencer verdaderamente. Considerar a los emigrantes como causa de sus propias miserias y miedos puede parecer ilógico, peor aún: es un tipo de lógica perversa. Érase una vez el tiempo en el que había certidumbre en el trabajo y en las perspectivas de vida. Todo ello ha sido substituido, hoy, por la flexibilidad de los mercados laborales y por el empleo con fecha de caducidad. Es obvio presumir que la llegada de los extranjeros y la actual inseguridad se conecten y que se obligue a los extranjeros a irse y, entonces (en esa lógica) todo volvería a ser seguro y confortable, como antes de la llegada de aquellos.

De la misma manera, Raymond Aron, el filósofo francés explicaba los orígenes del antisemitismo moderno con la coincidencia entre la salida de los judíos del ghetto y la llegada de la modernización, con las aprensiones y tensiones, que las entonces desconocidas presiones modernizantes (que destruyeron los modos de vida familiares y transformaron las formas con las que se ganaba la vida), no podían no producirse.

La vida era mucho más tranquila y menos espantosa cuando los judíos eran invisibles, cuando estaban en sus ghettos. La cosa se hizo espantosa cuando aparecieron los judíos en las calles. Si los muros de los ghettos pudieran reconstruirse, desaparecerían todos los problemas y la vida volvería a la normalidad. Una lógica insostenible, desde luego.

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